Lunes 25 de abril, día de la operación.
Llegamos Fernando y yo al hospital a las 7:00 am. Tardan media hora en atenderme, tomar mis datos pasarme a la habitación. Entran enfermeros de uno en uno, me preguntan por qué estoy ahí, me dan la bata y me dan instrucciones. En general son amables.
Llegamos Fernando y yo al hospital a las 7:00 am. Tardan media hora en atenderme, tomar mis datos pasarme a la habitación. Entran enfermeros de uno en uno, me preguntan por qué estoy ahí, me dan la bata y me dan instrucciones. En general son amables.
De
repente, me dicen que me acueste y entran tres enfermeros al mismo tiempo, van
a canalizarme. Yo estoy realmente nerviosa, pero intento calmarme a mí misma,
pensar que debo verlo como algo natural, la canalización es una de la cosas
“más simples” de mi operación. Fer está parado al pie de la cama. Los
enfermeros empiezan a preguntarse uno a otro quién me “picará”, eligen a un
chico jovencito, toma la aguja y me dice “un piquete”, luego siento que mueve
la aguja muchas veces en la vena, me duele mucho pero no le digo nada. Una de las
enfermeras dice “no, ya no sirvió”, me retira la aguja y me pone un algodón al
tiempo que me aprieta fuertemente mi mano. Ahí es cuando no aguanto el dolor y
le digo “me duele”, el enfermero, sorprendido, me suelta un poco y la enfermera
ya está buscando otra vena, la encuentra, “un piquete” y esta vez todo sale
bien.
Se salen. Nos dejan solos a Fer y a mí. Comienzo a llorar, le digo que tengo
miedo. En eso llega el cirujano, se para junto a Fer y me ve llorando. Agarra
mi pie y me dice “¿ya te entró el sentimiento?, no te preocupes, vas a estar
bien”. Eso me tranquiliza mucho. Dejo de llorar. El cirujano se despide.
Entra una enfermera a vendarme las piernas y los pies. En
ese momento, también se asoma por la puerta un sacerdote muy jovencito, parece recién ordenado,
pregunta, “¿desea que la confiese?” me enoja su pregunta: “¿en qué está
pensando este idiota?, ¿acaso cree que todos los enfermos vamos a morir o
qué?”, le contesto “no”, pero dudé, a mi mente vino algo como “me gustaría
decirle al sacerdote que tengo miedo, pero que soy valiente, que si es cierto
que él habla con Dios, pida porque todo salga bien”. Rectifico “bueno… sí”.
El
sacerdote entra y le pide a la enfermera y a Fer que salgan de la habitación…
empiezo a pensar que fue mala idea haber cambiado de opinión... y le digo: “la verdad no
quiero confesarme”. El sacerdote, claramente confundido, seguro pensaba que yo
estaba loca. Me dice: “¿hace cuánto que no se confiesa?”, le contesto que desde hace muchos
años y no creo tener pecados… hago
una pausa, reflexiono y le digo: “quizás, para ustedes los católicos, sí he
pecado, por ejemplo, no voy a misa los domingos, o alguna vez obligadamente
tuve que comulgar sin haberme confesado antes” y el sacerdote hace una
expresión “ah, ya están saliendo” yo me molesto y le digo: “¡pero no son
pecados!”, me pregunta, “bueno, ¿alguno otro?”, yo acepto que para él sí
son pecados y simplemente digo “no, ninguno”.
Me dice: “muy bien, entonces, voy
a hacer la unción de los enfermos” y empieza a expresar palabras que me
tranquilizan, me unge, me dice que cuando me sienta nerviosa, piense en María,
piense en Jesús, los mantenga en mi mente y les pida su auxilio. Me dieron
ganas de llorar. Me parecieron hermosas sus palabras. Veo sus ojos para no olvidar
a este sacerdote que tan amablemente vino a ayudarme.
Regresan Fer y la enfermera, ella dice algo como “vamos
retrasados”, me venda las piernas y le habla a sus compañeros enfermeros, me
despido de Fer porque me empiezan a trasladar al quirófano. Voy casi llorando,
ni siguiera puedo tener un pensamiento coherente que me ayude a calmarme, pero
recuerdo las palabras del sacerdote y cierro mis ojos para mantener la imagen
de Jesús durante el camino… me voy calmando, voy confiando... la voz de una enfermera
haciéndome preguntas me obliga a abrir los ojos, “¿cuál es su nombre?, Corina,
¿cuántos años tiene?, ¿por qué está aquí?, ¿cuántos kilos pesa?” digo “59” y es
lo último que recuerdo.
Vuelvo en mí cuando siento que me mueven en la camilla. Sé
que estoy despierta pero no logro abrir los ojos. Alguien me está trasladando,
pero no sé a dónde. Me detienen y me vuelvo a dormir. Luego de un rato, la
misma sensación, me llevan a algún lado, yo no logro abrir los ojos, me
detienen, me vuelvo a dormir.
Despierto en la habitación. Fer está a un lado mío, me dice
que “el doctor dijo que todo salió bien, que pudo retirar todo”, me sentí
feliz.
Tengo un tubo conectado en mi cuello, ¡nadie me habló de ese
tubito! “es un drenador”, creo que dijo Fer. Bueno, ya qué. Tengo ganas de vomitar. Fer acerca un
depósito y vomito algo, no sé qué, quizá “nada”, estaba en ayunas.
Es la hora de la comida, eso quiere decir que la cirugía
tardó unas 3-4 horas. Fer me lo confirma “entraste a las 9am y saliste como a
las 12:00pm”. Llega una persona de servicio con la charola de la comida, yo
tengo mucha hambre. Empiezo con la gelatina y al poco tiempo la vomito.
Luego tomo agua y la vomito también.
Es raro, comienzo a identificar cuando voy a vomitar. Se
siente un calor que empieza en el pecho, sube por el cuello y se instala en la
cabeza, empiezo a sudar y viene el vómito, luego el calor comienza a irse…
¿estos son los achaques? Me preguntaba.
Toda la tarde transcurrió así. El enfermero de guardia
estaba nervioso, “¿aún no puede comer?, ¿sigue vomitando?, deje le hablo al
doctor, no encuentro al doctor, pero ya mero le toca la metoclopramida, ¿otra
vez vomitó?, ya está vomitando puro jugo gástrico, ya vi al doctor, ya me dijo
qué medicina le ponga, a ver si ya puede comer”.
Pude cenar gelatina. Me cayó como gloria en el estómago. Ya
me sentía feliz con eso.
Mi hermana Diana se fue a cuidarme durante la noche. Cerca
de las 10pm llegó el cirujano y me explicó que todo salió bien, que pudo
retirar todo, que tenía más ganglios de los que creyó en un inicio, que todos
los mandó a examinar al laboratorio, que algunos fueron difíciles de retirar
porque ya se estaban incrustando en las venas y ahora a esperar los resultados
del laboratorio.
Me tranquilicé de saber que el cáncer se había ido. Me sentí
muy agradecida y dormí como pude y lo que pude, con la herida desde atrás de la
oreja que baja por todo el cuello y termina en la tiroides, con el tubo cosido
a mi piel que drenaba líquido, con el ruido de las enfermeras allá afuera,
porque me había tocado justo la habitación frente a su estación.
En la mañana me sentí feliz porque me iba a casa, desayuné
toda la comida que pude y más o menos a las 10 am ya llegó el cirujano a darme
el alta. Pensé que cuando estuviera en mi espacio, todo sería más fácil, como
si el hecho de cambiar de un lugar a otro borrara la enfermedad del cáncer.
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